HISTORIA
Faros-Molinos-Pozos
Formentera, 3 de Febrero de 2013 Memoria de la isla
Molinos de harina y sal
Conservamos 28 molinos harineros, 5 en Labritja, 5 en Portmany, 2 en Sant Josep, 7 en Santa Eulària y 9 en el entorno de Vila
Paisaje. Cuando uno contempla los paisajes antiguos, los pocos lugares que en la geografía interior aún quedan intactos, comprueba con sorpresa que la intervención de nuestros mayores no solo no perjudicaba el paisaje sino que lo completaba, lo humanizaba, contribuía a subrayar su belleza. El hombre, por su comunión con la tierra, con su mesura y discreción, creaba paisaje.
«Un molí vell és una cosa tan formosa i tan venerable com qualsevol edifici històric i, si així com avui tot tira per la utilitat de les coses, es tirés per la qualitat, creiem que els pocs molins de vent que queden, com a record del que foren, s´haurien de declarar bells monuments nacionals i, en lloc d´haver-hi un moliner, tenir-hi un conservador, que altres conservadors hi ha per conservar coses menys dignes i mancades de tota bellesa». / Santiago Rusiñol
No conozco a nadie que se haya quejado de que una casa payesa, una noria, un pozo o un molino, distorsionaran el entorno. Estoy convencido, muy al contrario, de que nuestra vista se complace y descansa en estas construcciones tradicionales. Y si nos recreamos en ellas es porque la correspondencia que consiguen con su asiento es tan perfecta que uno tiene la impresión de que dan sentido a la tierra y de que han estado siempre donde ahora las vemos. Precisamente por eso, cuando la intervención del hombre peca de desmesura y desfigura un entorno familiar, decimos que «nos han robado un paisaje» y que en nuestra propia tierra nos sentimos extranjeros.
Pero la percepción de bienestar y equilibrio que teníamos en el paisaje incontaminado de nuestros abuelos no era sólo visual. Sentíamos, también, cierta forma de gozo en los sonidos del campo. Podía ser el monótono chasquido de los cangilones y el murmullo del agua que salía de la noria y se vertía en el aljibe; o el golpe seco del cubo que resonaba en la oquedad al alcanzar el agua en la hondura del pozo o la cisterna; o el crujir de las aspas y el restallar de la vela de un cercano molino. Eran sonidos rurales que cuadraban con el balido de la oveja y con la voz del payés que azuzaba al macho para que tirara de la reja. Rusiñol no se equivocaba al decir que los molinos de viento añaden calidad y belleza al paisaje. Nosotros también lo pensamos y, sin embargo, hemos dejado que algunos molinos desaparecieran. En Formentera, afortunadamente, de los 7 que hubo, conservamos seis, el Molí Vell de la Mola, el Molí d´en Teuet y los llamados Molins de la Miranda en el poniente de Sant Francesc, el d´en Jeroni y el d´en Mateu. Caso aparte son los molinos salineros d´en Ferrer –para trasvasar el agua en los estanques– y el d´en Marroig o des Carregador, que en vez de moler harina roturaba la sal antes de embarcarla.
En Ibiza, según información de la conselleria de Obras Públicas y Ordenación del Territorio del Govern balear, han desaparecido 7 molinos harineros –entre ellos, el Molí de ses Coves y el Molí de s´Escala–, pero conservamos todavía 28, 5 en Labritja, 5 en Portmany, 2 en Sant Josep, 7 en Santa Eulària y 9 en el entorno de Vila. Entre los que yo conozco, en Sant Antoni está el Molí d´en Gasparó, el de sa Punta y el d´en Simó, este último de tipología mallorquina, con la torre edificada sobre una estancia que se utilizaba como almacén o habitación. En el entorno de Vila se han conservado el Molí de es Puig d´en Valls, el de Sant Jordi, el de ses Coves des Viver y los del Puig des Molins, donde en tiempos hubo 8, de los que 7 han resistido: algunos, sólo con sus torres, el d´en Pep Joan, el de na Secorrada y el d´en Roig; y los cuatro restantes, con su arboladura recompuesta, el Molí d´en Fèlix, el d´en Toni Joan, el des Porxet y el Molí d´en Cantó. La Enciclopèdia d´Eivissa i Formentera dice que en la isla no hubo menos de 60 molinos, sumando los hidráulicos y de viento, pero no especifica, entre estos últimos, cuántos eran harineros y cuántos de ramell o ventall, es decir, los que utilizaban la fuerza del viento para extraer de un pozo el agua que, recogida en aljibes, se utilizaba después para regar los campos.
Tal vez la costumbre de verlos me haga ser interesadamente subjetivo, pero comparando nuestros molinos de viento con sus coetáneos mediterráneos de Mallorca, Córcega, Rodas, Creta o Sicilia, diría que los nuestros tienen una belleza destacable que se debe –fieles a los parámetros que rigen la edilicia pitiusa– a la mesura de sus dimensiones y a la armonía de sus proporciones. Si analizamos las correspondencias que mantienen la plataforma circular o cintell que les sirve de asiento, el grosor del cilindro que conforma su estructura, la altura de la torre, el tamaño del cónico capell que lo corona, la airosa proyección del árbol y el vuelo de sus seis antenas, constatamos una vez más que la función determina la forma con una sencillez que hace grata su estampa en el paisaje.
Y como detalles curiosos en estos molinos –una información completa puede obtenerse en la entrada que Joan Josep Serra Rodríguez da en la Enciclopèdia d´Eivissa i Formentera– son, por una parte, sus muros de casi un metro de grosor, construidos con mortero de cal y arena; su doble puerta en paredes opuestas que respondía a motivos de seguridad, pues no era raro que se produjera algún accidente como el que tuvo un molinero de Sant Jordi que perdió un brazo al salir a destiempo y ser volteado por un aspa; la escalera helicoidal de monolíticos peldaños de marès encastrados en la pared interior de la torre; y piezas principales son también las molas circulares superpuestas, la inferior fija y la superior giratoria y accionada por el engranaje que, conectado a las antenas, consigue mover la fuerza del viento. A veces he pensado que, entre los molinos harineros que se han restaurado, no hubiera estado mal que en uno de ellos se mantuviera o reconstruyera todo el artilugio interior que también es bien patrimonial, de manera que pudiera mostrarse su funcionamiento como se viene haciendo en las almazaras o trulls que, por el feliz empecinamiento de sus dueños, todavía consiguen aceite como se hacia hace mil años. Diario de Ibiza, 3 de Febrero de 2013
El inhóspito Cap de Barbaria
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ | IBIZA Formentera tiene un plutónico y genesiaco acantilado en la Mola que, sin embargo, ya es una meseta totalmente colonizada y humanizada. En ella vemos casas, cultivos, caminos, un viejo molinero harinero –es Molí Vell– y la parroquia del Pilar, con su iglesia y su buen racimo de casas. El carácter abrupto y telúrico de la Mola, en nuestros días, sólo se percibe desde el mar. Quien navega en un pequeño llaüt al pie del formidable farallón se siente pequeño y admira el poder que allí tiene la naturaleza. El Cap de Barbaria, en el SW de la isla, se descuelga con la misma verticalidad sobre un mar de profundos azules y, aunque su altura es menor, sus ochenta metros de caída son más que suficientes para que el vértigo, en su límite, nos haga retroceder.
El Cap de Barbaria, en su tramo final, en el triángulo que queda entre el Racó de sa Llenya y el Racó de s´Alga y que conocemos como Pla del Rei o Sa Tanca d´Allà Dins –nombre que ya nos habla de un apartado finisterre–, es un paraje desnudo, inhóspito, desolado, un lugar en el que el hombre se siente fuera de lugar y donde la piedra tiene un absoluto protagonismo. El lugar conserva un aire incivilizado hasta tal punto que la torre del faro –es Far des Cap–, según nos acercamos por la carretera que sigue siendo un estrecho camino, se ve como una extemporánea aparición. Más que un faro, el esbelto cilindro blanco de 17 metros de altura que mira con su gran ojo el horizonte, parece un cíclope petrificado, una insólita escultura. El Cap de Barbaria, como ningún otro lugar de nuestro archipiélago, es, todavía hoy, un paisaje geológico, tectónico, mineral, orogénico. No se sabe bien de dónde sale tanta piedra, un insólito pedregal, cantos sueltos a millares como si el lugar hubiera sufrido una lluvia de meteoritos. Sólo podemos pensar que la erosión del viento y de la escasa lluvia, al no encontrar raíces que fijen el suelo calizo, durante milenios han agrietado y desmenuzado la roca. Toda la vida que vemos en este pequeño mundo alucinado se reduce a las omnipresentes lagartijas, algunos escarabajos de endémico gigantismo y un rebaño de cabras escuálidas y asilvestradas que arrasan la rala vegetación que asoma entre las piedras y que, por increíble que parezca, pueden digerir hasta los cardos.
Este paraje límite, primitivo y torturado, es el final de un camino que arranca en el núcleo urbano de Sant Francesc, deja a la derecha el desvío de Cala Saona y, según uno penetra en esa especie de tacón de Formentera que es el cabo de Barbaria, va cambiando poco a poco su fisonomía. Es como si, a medida que uno avanza por la carretera, el paisaje se fuera desnudando hasta quedar como vino al mundo, vacío y deshabitado. Otra cosa sería si ampliáramos el triángulo de Barbaria, colocando su vértice en es Cap y su base entre la Punta Rasa y es Mal Pas, pues en tal caso nos encontraríamos con una zona vestibular y todavía civilizada, con bosques, cultivos y caminos. Pero lo que realmente desconcierta es que, pasado el Torrent Fondo, descubrimos asentamientos antiquísimos y extrañamente significativos, hasta el punto de que constituyen uno de los campos arqueológicos más importantes de Baleares. En él contabilizamos hasta treinta y tres yacimientos con signos de habitación, veintiuno prehistóricos, uno púnico, cuatro romanos, cinco medievales (islámicos) y cuatro de épocas que no se han podido determinar. En todo caso, vemos que la mayoría de los asentamientos tiene entre cuatro y cinco mil años, momento en que el lugar pudo tener una masa arbórea más compacta y una vegetación que facilitaba la vida. Pero aun así, no se entiende que clanes primitivos eligieran para vivir un lugar tan desabrido, sin asomo de agua y con un acceso difícil al mar –imprescindible fuente de provisiones–, pues tenían que retroceder y descender a las zonas bajas del Torrent de s´Alga por el este o hasta es Caló d´en Trull por el oeste.
Si acudimos a la Enciclopèdia d´Ibiza i Formentera donde los arqueólogos nos han dejado una reconstrucción fascinante del poblado que allí hubo, con habitaciones-dormitorio, zonas de trabajo y corrales que en su conjunto ocupan una superficie de unos 1.500 m2, con una ordenación espacial perfectamente organizada, el enigma es todavía mayor porque descubrimos una comunidad de estructura relativamente compleja que, en su precariedad, era capaz de mantener un sistema de vida ordenado, consolidado y autosuficiente. Pero estos ámbitos relativamente habitados del interior de Barbaria parecen aludir a un ámbito salvaje aunque lo que el topónimo nos dice es que el lugar era una miranda incomparable sobre un sur marino por el que llegaba la barbarie de las razias sarracenas que asolaban nuestras costas y consiguieron sumir en el silencio a Formentera que, por un tiempo, se vio deshabitada y convertida en una base de piratas. De hecho, no muy lejos del faro, todavía se mantiene un buen estado la Torre des Cap, primer puesto de vigilancia en el sur de nuestro archipiélago que, al avistar «moros en la costa», lanzaba señales de fuego y humo a la Torre de la Gavina que, junto a la Punta Prima y la de sa Guardiola, ésta última en el islote del Espalmador, avisaban a todas las otras torres del sur ibicenco del peligro que se avecinaba.
Diario de Ibiza, 16 de Septiembre de 2012
La Mola y Cap de Barberia
Heracles y Atlante
En el archipiélago pitiuso, Formentera es un fascinante capricho de la naturaleza, una frágil emergencia marina. La isla es un banco de limos, gravas y arenas, que se extiende en un estrecho istmo, a muy pocos metros por encima del mar, sostenido por dos pétreas columnas que tienen su anclaje en los fondos marinos: el macizo de la Mola en el este y el Cap de Barbaria en el Oeste.
Frente a la realidad intrigante y maravillosa de nuestros orígenes, el mito, sobre los hechos de la experiencia, construye un imaginario que no deja de ser una intuición privilegiada, una
ficción realista que sacraliza el espacio y el tiempo. | Robert Graves.
Los orígenes de la isla se pierden en la noche de los tiempos, pero, por los indicios que tenemos, cabe imaginarlos sobre la base de dos versiones, la científica que nos da la geología y la literaria
que nos proporcionan los mitos.
Los geólogos nos dicen que en el mioceno superior, hace ahora 11 millones de años, por compresión de la corteza terrestre, se producen formidables movimientos verticales que provocan en la mar
mesogea las emersiones de tierra que, después, en un día todavía lejano, conformarán los archipiélagos que habitamos. Pero antes de que tal cosa suceda, se suceden movimientos tectónicos innumerables
–plegamientos, fracturas, afloramientos y hundimientos– que, una y otra vez, modifican la ocupación que las aguas y las tierras tienen en cada momento. El mar avanza y retrocede, las tierras emergen
y quedan luego sumergidas, se separan y vuelven a unirse. Nuestro pequeño mundo nace así de un auténtico caos. Los movimientos tectónicos que continúan en el plioceno y en el cuaternario crean
finalmente fallas y crestas de orientación NE-SW que después conformarán el archipiélago pitiuso, separándose unos cincuenta kilómetros hacia el sudoeste respecto a las Gimnesias (Mallorca y Menorca)
y configurando así las insularidades que hoy conocemos. Este proceso transformador de Gea es tan brutal y complejo que no sería creíble sin las huellas que nos han dejado aquellos telúricos
movimientos en los sedimentos estratificados de los lugares más elevados de la isla, restos de algas, corales, rodolitos, moluscos y huevos de tortuga. Así sabemos que lo que en otros tiempos fueron
simas marinas son hoy farallones de 100 metros de altura.... Más....
Diario de Ibiza, 25 Marzo 2012
El enigma de una rondalla
El enigma de una rondalla
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ | IBIZA
Ciudadano sueco, había llegado a Formentera en los sesenta, según decía, huyendo de los impuestos de su país y buscando la luz y la calma de la
isla, que entonces era un ignorado paraíso y que, muy poco después, el fenómeno hippy descubriría para el turismo de masas. Rolf dirigía una pequeña galería de arte en una casa payesa de Ses Roques
d´en Teuet, a la salida de Sant Ferran, en el lado norte de la carretera que lleva a la Mola y justo enfrente del camino que, por el sur, lleva a Can Simonet y es Ca Marí. Allí exponían sus trabajos
los pintores que residían en la isla –recuerdo a Siöma Baram–, con motivos insólitamente recurrentes: deslumbramientos, mundos oníricos y muchas higueras.
Rolf era, en muchos aspectos, un personaje singular y poliédrico. Ya sexagenario, mantenía un espíritu joven y una envidiable vitalidad. Lo recuerdo alto, rubio, de ojos azules y con la tez
translúcida y rosada de un niño. Vivía solo y vestía con una cuidada dejadez que le daba un aire entre payés y bohemio. Exquisito en el trato –hoy diríamos que chapado a la antigua–, Rolf era una
persona de gran sensibilidad, extremadamente discreto y de una elegancia natural que le confería un atractivo especial. De talante reservado, era un gran conversador con sus amigos y demostraba una
curiosidad poco común por la historia de la isla y por todos los aspectos de la vida de sus habitantes, aunque su verdadera pasión era la historia y, más concretamente, la arqueología. Conocía todos
los rincones de la isla, en la que no dejaba de ver huellas de primitivos asentamientos.
Con él, provistos de pequeñas azuelas que nos proporcionaron en la Fonda Pepe y contagiados por sus intuiciones, mi mujer y yo estuvimos cavando en lo que luego fue el sepulcro megalítico de ca na Costa y en el muro norte de lo que resultó ser el Castellum romano de Can Blai...Más...
Diario de Ibiza, 18 Marzo 2012
Viaje hacia la luz de Formentera
Viaje hacia la luz
La luz de Formentera es inexorable y sobrenatural, produce vértigos, puede embriagarnos y en ella todo tiende a desvanecerse
Si caminamos las playas con los pies desnudos, los arenales arden, pero en ellos, como si fuera un milagro, florecen los cardos y los lirios. Y lo mismo pasa en las rocas. Se ven desgastadas, requemadas y ennegrecidas, pero en los intersticios de las piedras brota el bellísimo cástamo, el tomillo y rarezas botánicas como la Scilla numídica y Scilla obtusifolia. La vida en Formentera es resistente y obsesiva, y en su pujanza juega la luz. Una luz que crea atmósferas irreales, de corporalidad jubilosa y que late con un pulso cromático que nunca he visto en ningún otro lugar. Podríamos decir que la luz de Formentera es inexorable y sobrenatural, una luz que produce vértigos, que puede embriagarnos y en la que todo tiende a desvanecerse. Tal vez por eso los pintores no consiguen atraparla en sus lienzos. El hecho cierto es que fracasan cuando tratan de captar sus sorprendentes efectos atmosféricos y su espejeo en las aguas y en los enjalbiegos. Los pintores que viven en la isla conocen bien la condición inaprensible de esta luz tan omnipresente como esquiva y saben que sólo pueden trabajar con efectividad el claroscuro, la penumbra, la sombra iluminada... Más...
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El Manolito
El ´Manolito´
Aquella embarcación que los isleños mitificamos había sido una barca de bou construida en Gijón el 1925
Al hablar del ´Manolito´ me viene a la memoria otra bahía y otro puerto. En el muelle interior atracaban los motoveleros entre el Martillo y la carretera de San Juan. Los llaüts y las barcas de pesca amarraban junto a las Barracas y la atarazana de sa Riba, mientras que los grandes barcos aprovechaban el muelle de levante, frente a can Garroves y el Ribereño, cantina portuaria que parecía un vagón de tren en vía muerta.
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ | IBIZA
«A don Toni Arabí Torres, que me explicó cuanto sé del ´Manolito´».
Aquel era el escenario del ´Manolito´ que tenía sus norays frente a la Fonda Formentera. Pero decir ´Manolito´ es recordar también aquellos días de turbión en los que los ´correos´ de la
Trasmediterránea quedaban atrapados en el puerto, mientras el ´Manolito´ iba y venía entre Ibiza y Formentera como si no pasara nada. Los marineros decían que era casi insumergible y yo puedo
confirmarlo porque un día de otoño, con lluvia y mucho viento, me sorprendió un tremendo temporal en la Savina y recuerdo que antes de embarcar, viendo la que estaba cayendo, ya andaba descompuesto.
Las palmeras se doblaban como juncos y las sillas de las terrazas, en volandas, habían ido a parar al mar y, como restos de un naufragio, se alejaban a la deriva. Mal presagio que no amilanó al
patrón y el ´Manolito´ zarpó como cualquier otro día. Al doblar el faro, empezaron los bandazos y era tal el bamboleo que cuando el barco se acostaba sobre una banda parecía imposible que pudiera
recuperarse. Y peor era el cabeceo, pues clavaba la proa como un submarino para levantarse sobre una ola y, a continuación, dejarse caer con un restallamiento de maderos que nos subía el corazón a la
garganta. El viento del NW hizo que enfiláramos hacia Porroig y Jondal, hasta que el Cap Llentrisca nos abrigó y doblamos hacia la Punta de la Rama. El viaje duró el doble de lo habitual, pero lo
sorprendente fue que, pasada la Punta de ses Portes, la encalmada fue total y el ´Manolito´ entró en el puerto como si hubiera hecho la más plácida travesía. La pena fue que los pasajeros, con el
estómago del revés, desembarcamos vacilantes y dando al traste con aquella entrada pacífica y triunfal. Sólo puedo añadir que, mucho después de tocar tierra, yo seguía ´embarcado´, con una tremenda
melopea.
Aquel ´Manolito´ que los isleños mitificamos había sido una barca de bou construida en Gijón el 1925 y tenía 16,62 m de eslora, 4,16 de manga y 2,05 de puntal. Navegó el Cantábrico y luego tuvo su base en Cádiz, hasta que, el 1949, fueron a buscarla por encargo de Aviación y Gobernación de Baleares que la adquirió, junto a otra embarcación llamada ´Pura´, con la peregrina idea de dedicarlas a pescar y alimentar con sus capturas a la guarnición militar mallorquina. De la tripulación que hizo el viaje desde Cádiz, sólo tengo noticias del ´Rubio´, alias del patrón, Joan Pallarés, Vicent Payá y Toni Arabí que era motorista. En aguas atlánticas africanas probaron su condición para la navegación de altura, pescaron cuatro días y, de regreso, hicieron parada en Ceuta, Algeciras, Águilas y Alicante, donde le dieron un repaso, eliminando seis literas, tres por banda, que quedaban sin función en su nuevo cometido. En Ibiza desembarcó Arabí y embarcó Toni Miquelet para seguir hasta Mallorca, que sería su base. Parece que el intento de pescar fracasó estrepitosamente, no por los barcos que tenían buenas condiciones y gobierno, sino por la marinería militar que de pesca no tenía ninguna experiencia. El fiasco hizo que, algunos meses después, el ´Pura´ se dedicara a proporcionar el soporte de superficie que los buzos precisaban en sus inmersiones, mientras el ´Manolito´ era adquirido el 1950 por Juan Ferrer Castelló (Joan Sala), que lo adaptó, sin lujos, para el transporte de pasajeros entre Ibiza y Formentera....Más...
Diario de Ibiza, 4 Marzo 2012
Memoria de Formentera
Memoria de la isla Formentera, 29 de Enero 2012
Un lugar al que siempre regreso
Cuando yo conocí Formentera, hace ya muchos años, la adaptación del recién llegado ya exigía un peaje, era algo que, lejos de ser gratuito, se conseguía con paciencia y esfuerzo...Más....
Nombres en Formentera
Topónimos de Formentera Formentera, 8 de Enero 2012
Los nombres de lugar no los genera el azar, no son casuales, tienen su razón de ser. Alguien, antes que nosotros, dio nombre a cada uno de los lugares que conocemos. Y cada topónimo, en su momento, tuvo un motivo, una causa justificada, un ´significado´ que tal vez el tiempo ha diluido o transformado, pero su ´sentido´ primero es el que los etimólogos buscan y rescatan en una auténtica arqueología del lenguaje.
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ | IBIZA Y no es un esfuerzo baladí, porque ese significado de los nombres de lugar suele descubrirnos su naturaleza, su historia y, en ocasiones, también su
leyenda. Hay lugares antroponímicos que mantienen el nombre de quien vivió en ellos o fue su propietario; otros recuerdan un hecho importante o nos hablan de una actividad que allí se hacía. Y hay,
también, topónimos sólo descriptivos que refieren su orografía, botánica, zoología o cualquier circunstancia o detalle que permita identificarlo. Los marineros, por ejemplo, están familiarizados con
los motivos topográficos de las costas que les permite reconocer cada lugar por sus promontorios, cabos o ensenadas. Cerca de Tarragona hay un tramo litoral con dos conos iguales y perfectos que para
los pescadores son ses Mamelles. Y en la costa ibicenca, sin ir más lejos, tenemos topónimos metafóricos como la Catedral, es Frares o la Mare de Déu.
Y por lo que se refiere a Formentera, su toponimia nos sorprende, no sólo por lo que nos dicen sus nombres de lugar, sino por lo que todavía esconden y pueden decirnos. Invito al lector a que haga su
propia exploración con un buen plano de la isla. Yo he utilizado el mapa topográfico del Instituto Geográfico Nacional y sé que las piedras hablan, que la lectura del paisaje es instructiva y
divertida. Antes, sin embargo, quiero aclarar que la excursión que aquí hacemos es la de un aficionado, un juego que nace de la curiosidad. Las sugerencias que se apuntan quedan para que después las
ignoren o criben los especialistas... Más...
Diario de Ibiza, 8 de Enero 2012
La Mola y Botafoc
Dos faros con 150 años de historia
NIEVES GARCÍA GÁLVEZ | IBIZA Los faros de la Mola y es Botafoc cumplieron el pasado 30 de noviembre sus 150 años de historia. Vieron la luz gracias a los proyectos del ingeniero
nacido en Palma Emili Pou (1830-1888), el «precursor de la señalización marítima en Balears», y todavía hoy, monitorizados remotamente, sirven de guía en las noches y en los temporales a las
embarcaciones que surcan las aguas pitiusas.
«Cuando tenía seis años se electrificó el faro de la Mola y todavía recuerdo cuando se trabajaba con petróleo. Había que subir cada día arriba del faro, había dos depósitos y con una bomba de presión
se hacía subir [el combustible]», afirmó, en la charla celebrada ayer en el Club Náutico de Ibiza por el citado aniversario, el técnico de sistemas de Ayuda a la Navegación, Santi Ribas, farero
e hijo también de farero. Entonces, «un mecanismo de relojería» hacía rodar la óptica que, como hoy, estaba suspendida en mercurio –«la única que queda en funcionamiento»–.
Con la electricidad, en el caso del faro de la Mola, llegó una mayor comodidad para «los técnicos» que vivían y trabajaban allí, y también un cambio en sus tareas. Eso sí, el sistema del petróleo
«era más seguro cuando había tormenta y caían rayos», destacó Ribas, aunque con la instalación de pararrayos y algunas mejoras, se consiguió que los sistemas eléctricos no tuvieran fallos. Mientras
el faro de la Mola funcionaba así, en Barbaria se creó otro que iba a gas, pues hasta allá no llegaba la luz eléctrica. Después vendría la instalación de placas solares y el telecontrol desde un
lugar remoto que ha permitido «simplificar mucho» el trabajo... Más...
Diario de Ibiza, 13 Enero 2012
Memoria de Formentera
Robinsonismo en Formentera
«De Homero a Swift, de Virgilio a Defoe, de Tomas Moro a Nietzsche, hay una obstinada tendencia a situar el emplazamiento de las utopías en una isla». X. Rubert de Ventós. ´Un hábitat para la nostalgia´.
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ Aunque el personaje de Defoe vive a la fuerza y como una desgracia su aislamiento en una isla después de naufragar, Robinsón es hoy el paradójico arquetipo de quienes naufragan en el civilizado medio urbano y buscan voluntariamente su enclaustramiento en una isla. De estos islómanos vocacionales podría decirse que practican un robinsonismo al revés, porque la isla, lejos de ser para ellos un destierro, es una tabla de salvación, su particular Itaca. Se recluyen en las islas de forma intencionada y, en principio, para permanecer en ellas. Que lo consigan o no, depende de las circunstancias y de su talante. Y lo cierto es que hubo tiempos en los que fue relativamente frecuente toparse con personajes que buscaban la soledad en los lugares más peregrinos, pues, no contentos con vivir en una isla, buscaban ´islas´ dentro de la isla. En Ibiza, por ejemplo, recuerdo a una pintora extranjera que vivió en la Torre des Savinar, en es Cap des Jueu; y a Joan de sa Torre, un pescador que se refugió en la Torre de ses Portes, en las Salinas; y al Padre Palau, que vivió sus místicos retiros en el inhóspito Vedrà; y en Labritja, hace ahora cincuenta y cinco años, conocí a un payés que dejó su casa y su familia en Xarraca para vivir solo en una cueva del Caló des Canaret, es iai Marçà, un personaje que aventajaba al de Defoe porque era real: caminaba descalzo por las peñas con la soltura de las cabras, pescaba con un pequeño llaüt, utilizaba un islote (s´Illot) separado de la costa unos 5 metros (sa Regana), cultivaba un pequeño huerto y una viña, fabricaba su propio vino y por un canalillo excavado en la roca al que añadió tres metros de media caña (sa canaleta d´en Marçà) conducía el agua desde un cercano manantial (sa font des Canaret) hasta la misma entrada de la cueva. Son experiencias que se han repetido en todo el Mediterráneo. Y, por supuesto, se dieron también en Formentera... Más... Diario de Ibiza, 23 Octubre 2011
La Mola
Subir a la Mola tiene algo de peregrinación y vivir allí implica, todo a un tiempo, una forma de enamoramiento y de conquista. Podríamos decir que la Mola es una isla en una isla
La angosta lengua de arenas, gravas y limos del istmo que configura la zona
media de la Pitiusa menor se creó lentamente con sedimentos mucho después de que emergiera el poderoso promontorio de calcarias tortonianas de la Mola, una alcarria trapezoidal de 25 kilómetros
cuadrados que, en sus límites, a más de cien metros sobre el mar, se precipita en un desbocado acantilado donde tiene su anclaje el Faro de Formentera. Podríamos decir que la Mola es una isla en una
isla y el faro, a su vez, una isla en la Mola. Un paisaje, por tanto, extremo y de doble insularidad, un árido finisterre más allá del cual sólo queda el horizonte marino. La Mola, por otra parte, es
un espacio telúrico de fuerzas contrapuestas, un pasisaje hermético que no se entrega con facilidad, pero también magnético, pues nos llama y nos atrae. Tal vez por eso el viajero que llega a la Mola
experimenta cierto desconcierto: percibe un lugar abierto pero de secreta arcanidad, un espacio 'sellado' en el que, sin embargo, uno siente la imperiosa necesidad de penetrar. Es un paisaje, en fin,
que se nos impone por su fisicitud e inmediatez, pero es también un espacio con aura, un lugar que nos trasciende. Eso explica que subir a la Mola tenga algo de laica peregrinación y que vivir en la
Mola implique, todo a un tiempo, una forma de enamoramiento y de conquista.
Hoy podemos llegar a la Mola por el Camí de sa Pujada o Camí Vell que asciende con descarado empinamiento paralelo al farallón y que, si mantiene su primitivo empedrado, hoy es poco más que una
trocha de cabras. Se ha dicho que su enlosado era romano, pero lo cierto es que se empedró mucho después para evitar que las lluvias lo descarnaran y desbarataran. Más cómodo y ortodoxo es subir por
la carretera PM-830, que arranca en el embarcadero de la Savina y en dirección NE/SW atraviesa la isla. La carretera zigzaguea en la subida que va desde las tierras bajas en el Caló de Sant Agustí
hasta el Mirador, balconada que ofrece al viajero un diorama espectacular hacia poniente, particularmente si uno coincide con el momento mágico de la puesta de sol: mientras la isla se adormece a
nuestros pies, van encendiendo sus lumbres las casas esparcidas al tresbolillo en el llano, un istmo que se proyecta hacia poniente en el contraluz y que al final se expande hacia el norte y el sur:
a la derecha y en la lejanía espejean las zonas lagunares de l'Estany des Peix, l'Estany dels Flamencs y las Salinas, enfilándose luego, entre mares, en ese largo dedo de calizas y arenas que señala
a Ibiza en la Punta des Trucadors; y si miramos hacia el sur, a nuestra izquierda, Formentera gana altura en el Cap de Barbaria, segunda mola de piedra que en su extremo tiene también su linterna
marina. Puesto el sol, dejamos el Mirador y, con menor empinamiento, enseguida llegamos a la parroquia de Nuestra Señora del Pilar, en el mismo centro del altiplano que cierra la isla por el este. La
iglesia se levantó el 1784 y merece una visita por su desnuda sencillez y porque es de los pocos edificios de la isla que sigue el arquetipo de la arquitectura pitiusa tradicional. Podría decirse que
este templo tiene en la Mola una función vestibular, pues desde él y por levante abre un camino estrecho, de dos kilómetros o poco más, que divide la Mola en dos mitades –vendes del Monestir y sa
Talaiassa– y que, trazado con tiralíneas, atraviesa la meseta hasta el pie de una torre que, en su enjalbiego y desde lejos, parece un lapicero, el Faro, un icono insular que encuentra anclaje, a
ciento treinta metros sobre el mar, en el límite mismo del acantilado de levante.
Quien ha estado en la Mola sabe que esta cinta asfaltada que lleva desde la iglesia al faro es como un tránsito inevitable: quien sube a la Mola, termina en el faro que nos atrae como un imán. No he
conocido a nadie que haya subido a la Mola y no haya acabado en el faro su camino, aunque también es cierto que no se puede ir más allá. El viajero conviene que sepa que el faro tiene dos tiempos
esenciales, las amanecidas y la noche cerrada. Al despuntar el día, el mar es una inmensa lámina azul por la que el sol emerge y abre en el mar un camino de luz. El faro está entonces dormido, pero
cuando llega la noche despierta como un sol nocturno que deja pálida la luna. Es entonces cuando se convierte en lo que, un Axis Mundi, un cíclope vigilante que abre su enorme ojo sobre el mar y
parpadea. Las doce ráfagas de su linterna penetran la opacidad de las sombras, mientras nosotros, al pie de la torre, vemos un fantasmagórico techo iluminado que gira y gira como un derviche y baila
bajo las estrellas.
Pero la Mola no sólo es el faro. Es un pequeño universo que nos trasciende y deviene también literatura. No es extraño que Julio Verne –como recuerda el monolito– introdujera el lugar en su célebre
novela 'Héctor Servadac'. Y es que la Mola ha sido siempre un lugar de ensoñaciones. Lo demuestran las rondallas que repiten su escenario: 'El bosc de sa Pujada', 'Sa Cova Mala', 'Es pa i sa coca',
'Sa cova de sa mà Peluda', 'Sa bruixa de la Mola', 'Sa virotada', 'Es quatre al·lots despessers', 'Es Monestir des frares', 'Sa Cova des Fum', etc. El Monestir es otro espacio enigmático que recuerda
la presencia en el lugar de ermitaños agustinos. Algunos tienen el hecho por incierto, pero nuestro añorado canónigo archivero, Joan Marí Cardona, lo da por verdadero y, como suele, apunta legajos de
1346 que hablan ya de una païssa y unas tierras al pie del Puig des Molins, en Ibiza, que habían pertenecido a los ermitaños del Monastir de la Mola. Y sobrevive, por otra parte, l'Aljub Gran del
Monastir, hoy llamado den Talaies, que, por sus dimensiones, tuvo que ser utilizado por todos los pobladores de la Mola. Todo un rosario de parajes que alimentan sueños y leyendas.
Diario de Ibiza, 10 de Agosto 2011
Las Salinas de Formentera
Las salinas de Formentera, el nuevo Mar Muerto
Se cree que Jericó, un oasis que está unos kilómetros al norte del Mar Muerto, en las bíblicas proximidades del Jordán, que desemboca en ese mar, es la ciudad más antigua del mundo. Pues bien, hace casi diez mil años, Jericó era ya un importante centro de caravanas que iban y venían cargadas de sal. En las cercanas montañas de Moab, en Jordania, se han localizado mosaicos del siglo VI en los que todavía se ven barcos cargados de sal cruzando el Mar Muerto en dirección a Jericó. Y aunque no podemos saber qué parte hay de mito en las tremebundas historias de Sodoma y Gomorra, los indicios que tenemos las ubican al sur del Mar Muerto, por la sencilla razón de que todos sus habitantes eran, mayoritariamente, eso sí lo sabemos, trabajadores de sus extensas salinas. Recordemos que Lot vivía en Sodoma y que se salvó cuando Yahvé destruyó la ciudad, pero no su mujer que, al volverse a mirar con nostalgia el lugar en el que habían vivido, quedó convertida en una estatua de sal. Siempre la sal.
Y un segundo motivo que nos hace relacionar las primitivas salinas galileas y las formenterenses, –al margen, claro está, de las diferencias de escala y del hecho de que éstas fuesen o no una antigua explotación de aquel pueblo venido del este y que vio en nuestro oscuro mundo occidental una guisa de Dorado o Far-West mediterráneo–, está el hecho de participar, uno y otro lugar, en un mismo y tremendo grado de insolación. A nadie se le escapa que Formentera tiene un sol africano y una salinización en sus aguas que, concretamente en s´Estany Pudent, como se ha demostrado y sucede en el mismo Mar Muerto, adquiere graduaciones muy por encima de las que son comunes en otros espacios salineros. Sea como fuere, el hecho cierto es que las salinas pitiusas pueden competir en longevidad, como mímino, con las que los púnicos tuvieron en Tripani (Sícilia) y las que también trabajaron en Sfax (Túnez), en las que todavía encontramos estanques de evaporación sobre una superficie de 1.200 hectáreas y otras 162 reservadas exclusivamente a cristalización, con un resultado de 300.000 tn anuales.
Precisamente en Safx, durante la fiesta musulmana denominada Aïd Essaghir, con la que finaliza el ayuno del Ramadán, se cuece a fuego lento pescado salado que se sirve con una salsa conocida como charmula, uno de los numerosos ejemplos de la cocina tunecina en la que se combinan, como también se hace en los países catalanes, los sabores dulces y salados. Los tunecinos afirman –y es un dato a tener muy en cuenta– que los platos que utilizan esta singular combinación gastronómica llegaron a sus tierras con los árabes que fueron expulsados del levante español y, más concretamente, de las islas Baleares. Dicho esto, no estará de más acabar dejando aquí, por si alguien se anima, la fórmula literal de un plato que pudo ser nuestro: «se sala un pescado de buen tamaño, se cuece a fuego lento y se sirve acompañado de la siguiente salsa: un kilo de cebollas rojas, un kilo de pasas, medio litro de aceite de oliva, sal y pimienta negra o, si se prefiere, cilantro en polvo. Se pican las cebollas y se sofríen lentamente en el aceite. Se ablandan las pasas con agua y se pasan por un cedazo para eliminar las semillas; se incorporan al sofrito y se continua con una larga cocción a fuego lento, añadiéndole, finalmente, sal y pimienta». Los comensales pueden estar seguros de que, incluso los dioses, si los invitamos, harán acto de presencia y se sentarán a la mesa