Geografía Sant Josep, 22 de Julio 2012
La potencia telúrica de es Vedrà
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ | IBIZA«Ens hi vàrem trobar davant, experimentant el mateix que els nostres avantpassats i els primers viatgers que es rendiren a la solemnitat de la imatge, la fascinació, el magnetisme, i la profunda pau que s´hi respirava. Un silenci ple ens acompanyava, el so de la natura, de l´equilibri, de l´harmonia: la simfonia de l´Univers (...) Aquesta és la música des Vedrà, la música que neix d´aquests penyals enfonsats, la música que brota de l´ànima: el silenci. Un silenci que no deixa espai al pensament. No hi ha res més. Estàs sol davant el misteri, davant la immensitat». Vicent Canals. ´Amb el cor´.
Y configura uno de los paisajes más sorprendentes de todo el Mediterráneo. Es algo que ya percibió el Archiduque Luis Salvador: «Sus desnudas formaciones rocosas se nos aparecen en cálidas tonalidades, el mar se nos antoja más azul y transparente que nunca, y el conjunto parece tan etéreo, pese a lo bien dibujado de sus perfiles, que resulta difícil imaginar que pueda existir mayor belleza con tan acusado carácter mediterráneo». Y no importa que su imagen, a fuerza de repetirla, resulte tópica y de ´postal´, porque, aun así, es Vedrà conserva su potencia telúrica, su capacidad mítica, su primitivo magnetismo. Hay ´algo´ en él que nos impacta, nos atrae y, al mismo tiempo, nos infunde prevención y respeto. No conozco a nadie que mantenga frente a es Vedrà una actitud indiferente. Suele provocar una exclamación de asombro y, en otros casos, nos deja mudos, absortos, abducidos. El diorama nos trasciende y es Vedrà parece irreal, como si el imponente monolito materializara la descripción enfebrecida de un poeta, de un místico o de un loco. Extemporáneo y atópico, es como si es Vedrà no tuviera que estar donde lo vemos y de ahí que se perciba como una irrupción, como una emergencia inesperada que se apodera del paisaje con absoluto protagonismo.
Al acercarnos a es Vedrà, sorprende su perfil hendido, esa doble joroba que nos hace pensar en un animal prehistórico petrificado y nos remite a paisajes primigenios en los que la naturaleza imponía su ley. Pero, además de sorprendernos su visión, nos desconciertan sus extrañas resonancias, los ecos que el viento arranca en las grietas de sus paredones, que se convierten en los tubos de un órgano gigantesco. Cuando eso sucede, es Vedrà deviene una auténtica catedral de la Naturaleza. Es Vedrà es, en fin, un lugar muy dado a la leyenda y a las ensoñaciones, un paisaje mítico como los que Homero describe en ´La Odisea´. Dicho esto, cabe reconocer que la isla es un lugar inhóspito y desabrigado, expuesto a los meteoros y en el que solo habitan lagartijas, escarabajos, cabras asilvestradas y algunas aves marinas que anidan en sus peñas, el cormorán moñudo, la gaviota Audouin, la pardela cenicienta, el paíño común y el halcón de Eleonora. Con razón, es Vedrà y es Vedranell están catalogados como Área Natural de Especial Interés (ANEI) y asimismo incluidos en el catálogo de Zonas de Especial Protección para las Aves (ZEPA) de la Unión Europea. También cabe decir que, a pesar de su naturaleza inclemente y estéril, es Vedrà estuvo circunstancialmente habitado por un místico que en una cueva tuvo eremitorio. Leo en el primer Pitiuso, el almanaque que el 1945 empezó a publicar Joan Castelló Guasch, que también lo habitaron «los torreros del faro enclavado en su extremo oriental», dato que sin duda es un lapsus porque la baliza de es Vedrà que se colocó el 1925 no estaba en el extremo oriental de la isla como apunta Castelló, sino a 15 metros sobre el mar y en la parte opuesta, en el oeste de isla, único lugar en el que se puede desembarcar. Y en aquel lugar, que yo sepa, solo pudo construirse una pequeña caseta para los acumuladores y algunas herramientas. Tanto da. Ya decimos que es Vedrà es una naturaleza muy dada a los prodigios y la prueba la tenemos en que el mismo Castelló titula una de sus mejores rondallas ´Es gegant des Vedrà´, cíclope de mal talante que es vencido por la astucia de dos muchachos que acuden al islote para conseguir el fonoll marí que, según una sanadora vecina, salvaría la vida de su padre enfermo. La argucia que venció al gigante consistió en regalarle pulpos –manjar que le enloquecía– rellenos de erizos que le rompieron las tripas.
Es Vedrà es una isla pequeña, pero precisamente su reducido perímetro de 3,8 kilómetros subraya su altura de 382 metros. Sus calizas y margas le confieren un desabrido color ceniciento que el sol aviva en determinados momentos como si fuera de cristal. Y en su espectacular escenario no tiene menos peso su anclaje en un mar de profundos azules donde las paredes se precipitan hasta fondos en los que se pierde la luz. En sus aguas solo me he zambullido una vez y confieso que, al separarme de las rocas, empequeñecido delante de tan soberbios farallones y colgado como estaba en el abismo, la sensación que tuve fue de una angustiosa ingravidez. Un aprensivo cosquilleo parecido al miedo me hizo subir a las rocas. En las faldas de es Vedrà medran ralos pastizales de cenazo, torturadas sabinas y el numantino palmito, testimonios de una antiquísima flora mediterránea relictual. Y en sus aguas, aunque ya no esté la foca monje que aquí tuvo refugio, encontramos sorprendentes laberintos, cañones submarinos y cuevas revestidas de nudibranquios, gorgonias, espirógrafos, grandes colonias de briozoos y anémonas amarillas; fondos arenosos con posidonias, nacras gigantes y el llamativo y esquivo gusano de fuego. En el lado que da a mar abierto, las aguas descienden hasta los 50 metros y, junto a las paredes rocosas, podemos toparnos con espetones, morenas, serviolas, brótolas, corvallos, cántaras y meros. Un paraíso submarino.
Diario de Ibiza, 22 de Julio 2012
Tras las huellas del eremita.
Miguel Ángel González | Ibiza Más de cien años después de que el eremita dejara el Vedrà, he pasado unos días en la Casa Conventual de es Cubells, donde siguen las Hermanas Carmelitas Misioneras de la fundación del Padre Palau. Me ha parecido un prólogo necesario para pasar, después, unas horas en la soledad de la Roca.Lo que me ha sucedido es que, después de leer por lo menudo las elucubraciones del Padre Palau en su insólito eremitorio, me he quedado con las ganas de asomarme a su experiencia de soledad y silencio, pero eso sí, a menor escala y con menos incomodidades. Me he conformado con pasar dos días y una noche en la cueva del fraile sin más compañía que un saco de dormir, ropa de abrigo, provisiones, un cuaderno, tres bolígrafos, cerillas y varios cabos de vela. Como el lector comprenderá, una completa chaladura. Un amigo me ha dejado en la isla con su pequeña lancha una mañana radiante de primavera –me he perdido el viaje iniciático en el preceptivo llaüt–, con la promesa de recogerme al anochecer del día siguiente.
Y lo primero que debo decir es que, al desembarcar en el islote, mi impresión es decepcionante. Pienso que venir al Vedrà ha sido un gravísimo error. Tal vez en pleno verano hubiera sido distinto porque siempre hay barcas que van y vienen entre la costa y el islote, pero ahora –son las 08:30 h de la mañana–, en el horizonte no se ve ni una vela. Y esta roca me parece, más que desde la costa ibicenca, un lugar salvaje y de muy difícil habitación, un paisaje de negación, primario y, en cierta manera impenetrable. Como si al pisarlo, uno no fuera bien recibido. Supongo que es una forma de prevención o de miedo. Lo único que veo es un mundo erosionado por el mar y los vientos, en el que, eso sí, se pierden inmediatamente las seguridades como se rompe el mar en las peñas. Sé que aquí sólo medran las lagartijas y algunas cabras. De momento, sólo veo un cormorán que vuela a ras de agua y se zambulle. Y a pocos metros sobre mi cabeza, una bandada de gaviotas que, alertadas por mi presencia y tal vez porque defienden sus nidos, arman un gran revuelo de gritos y de alas que consigue espantarme.
Mientras asciendo hasta el que será mi refugio, pasan unas nubecillas deslavazadas que una brisa ligera se lleva en dirección SE, mar adentro, en dirección a Formentera. La subida es penosa y, para coger fuelle, voy haciendo paradas hasta que alcanzo la cueva. Una vez en ella las cosas parecen cambiar. El interior es oscuro, pero proporciona un mínimo abrigo que me tranquiliza. El suelo conserva un humus que invita a caminar descalzo y me recuerda el de la Cova d´en Marsà en es Canaret. Pienso que este pequeño mundo parece estar fuera del tiempo. Sugiere permanencia. Como si aquí nada pudiera cambiar. Y siento también una extraña sensación de lentitud, de alejamiento, de extrañamiento del mundo y de los hombres. Y aunque puede ser una mala jugada de la imaginación, mi impresión es que el lugar tiene aura, algo especial que puede seguir alimentando la leyenda. Esta roca es un lugar de pobreza esencial, un mundo vacío, una materialización del desierto interior que en ocasiones nos asalta. Ya no me extraña que el eremita encontrara en el Vedrà un ámbito perfecto para desnudarse y encontrarse, un lugar de revelación. En esta soledad, habla el mar, hablan las piedras y hasta el silencio tiene voz. Y tampoco me sorprende que llamara a esta roca su Patmos...
He recordado lo que comenta en uno de sus textos. Él sabía que su búsqueda aquí estaba de antemano condenada al fracaso, pero también comprendió que bastaba ponerse en camino, bastaba el intento. El eremita me lleva al Sísifo camusiano que se resigna a subir una y otra vez la piedra a la montaña, sabiendo que, cuando llegue a la cima, la roca rodará y tendrá que volver a subirla. Aunque no es lo mismo. Porque mientras Camus apuesta por una razón que no se humilla, el eremita mata su orgullo, soporta sus dudas –que las tiene, como él mismo confiesa– y se entrega a su fe. Camus hace su recorrido en la incredulidad frente a un universo en el que pesa demasiado el absurdo de un mundo zarandeado por el azar en el que sufren los inocentes. Desde una esperanza desesperanzada, Camus sólo salva la dignidad humana y apuesta por el hombre. El camino del eremita es otro porque vive una esperanza contra toda esperanza. La revelación ilumina sus oscuridades y rompe sus miedos. Decide, como Job, amar a Dios por nada. También le pide cuentas, pero, finalmente, renuncia a pedir explicaciones. Decide confiar a despecho del Mal que no entiende. Y si repite el grito del salmista, «¿hasta cuándo, Señor?», su lamento no es acusación. Es la impaciencia de la misma esperanza. Camus y el eremita coinciden, sin embargo, en que en ninguno de los dos hay huida. Y en que los en dos hay una indomable pasión, un irrenunciable empecinamiento por medirse con lo incomprensible, con las preguntas que no tienen respuesta. Sólo eligen distintos caminos.
En este inhóspito paraje me sigue sorprendiendo que el eremita encontrara una forma de secreta esperanza. En estas frágiles huellas que busco sé que hay un secreto que no descifraré, porque estoy intentando comprender la experiencia de un hombre que resulta tan extraña para nuestros días como si hubiera tenido lugar hace ahora mil años. Su mundo era otro. Lo que el eremita vio puede que fuera lo mismo que yo veo, pero lo que pensó, lo que buscaba y tal vez lo que finalmente encontró, todo eso, se ha desvanecido. En mis manos sólo tengo algunos des sus papeles que explican extrañas visiones. Y tengo la isla, el mar, la piedra y su mismo silencio. No esperaba otra cosa. Son rastros fragmentados y mudos. Aquí, ahora, sólo puedo soñar. Aunque, eso sí, puedo hacerlo con los ojos abiertos.
Eivissa 6 de Mayo 2012
Es Vedrà como enigma
Siempre he pensado que el enigma del Vedrà, el hecho de que la roca se haya convertido en un tema recurrente y algo así como un pozo sin fondo en los ensueños de unos y otros, empieza en su mismo nombre. Se nos ha dicho que, muy probablemente, Vedrà es una voz que nos ha llegado desde el substrato románico, pero a ciencia cierta no lo sabemos y sobre su etimología se han vertido las explicaciones más peregrinas.
El Vedrà, si lo asaltamos desde el mar –como debe ser, no en vano se trata de una isla–, es un lugar que nos hace sentirnos pequeños. Y más aún. Yo diría que exige cierta reverencia, que infunde respeto, que impone su ley. La roca sobrecoge en la luz incierta del amanecer, se desvanece fantasmagóricamente en la calima cenital del mediodía y en las atardecidas se enciende con la fragilidad del cristal. En días de encalmada, puede oírse la respiración del mar en las rocas y el lugar puede contagiarnos una forma de extraña y peligrosa somnolencia, «la asesina inocencia del mar» que dijo Yeats en un verso memorable. Pero, contrariamente, si nos atrapa una tormenta cerca del Vedrà, sus oquedades revientan con los golpes sordos de la mar y sus crestas retumban como tubos de un órgano gigante. El Vedrà nos ofrece un diorama mineral y telúrico propicio a las ensoñaciones y ha dado no pocos relatos para contar al amor de la lumbre. Siempre he pensado que, en semejante paraje, nada sería más normal que toparse con titanes, cíclopes, ninfas o leviatanes marinos como el perverso Escila que cita Homero, o con aquel inmenso kraken cuya cabeza le fue mostrada a Lúculo, grande como un casco que pudiese contener doscientas ánforas de vino. Antiguamente, posiblemente confundidos por la foca monje que habitaba sus grutas y sus fondos, algunos lugareños aseguraban haber visto sirenas que les llamaban desde sus simas oscuras como ya les sucedió, en los tiempos antiguos, a Ulises y a sus compañeros de viaje. Según cuentan algunos viejos de es Cubells, parroquia cercana al Vedrà, algunos pescadores más osados se preguntaban si aquellos seres, mitad peces y mitad mujeres, serían comestibles. Se llegó a la conclusión de que el dilema no tenía solución porque aunque aquellas criaturas podían comerse de cintura para abajo, -es decir, la cola de la sirena-, hacerlo de cintura para arriba era literalmente antropofagia. Pensaron que era mejor hacerse sordos a sus cantos, dejar que alimentaran sus sueños y olvidar la idea de llevárselas a la cocina.
Las aguas del Vedrà son profundas y negras. Y en ellas no es extraño toparse con el tiburón peregrino, de manera que, además de apabullarnos con su fantástica mole, nos sobrecogen también sus profundidades. Y el Vedrà, por otra parte, tiene un entorno que no desmerece. La costa ibicenca ofrece en es Cap des Jueu –un nombre también inquietante– prodigiosos cantiles de arena que los sabinares retienen con su inextricable maraña de raíces. Y al pie tenemos una vieja cantera de marès en la que el hombre parece haberse aliado con la naturaleza para sorprendernos con cortes de una prodigiosa precisión, monolitos perfectamente escuadrados que en su base crean extrañas piscinas naturales y escultóricos bloques de milagrosa geometría. Es sa Pedrera, un lugar al que, estúpidamente, algunos petimetres llaman Atlántis. El empinamiento del lugar rompe las piernas. Recuerdo una excursión en la que un grupo de amigos bajamos al mar. Uno de nosotros, cuando ya andábamos de regreso, intentó subir con un saco de naranjas que no habíamos consumido y que, para nuestra sorpresa, al llegar a la cima estaba vacío. El porteador confesó que pesaba demasiado y que, como si del lastre de un globo aerostático se tratara, según subía la cuesta, había ido soltando naranjas para poder ascender.
Y si seguimos subiendo, aún más arriba y frente al mítico Vedrà, en límite mismo del farallón, queda sa Talaia des Savinar para acabar de novelar el encuadre, una fortificación costera de piedra y planta circular que tuvo funciones de vigilancia y defensa en tiempos del Turco, y que el verborreico y colorista Blasco Ibáñez, llamó Torre del Pirata en ´Los muertos mandan´, una historia que puso de muy mal cuerpo al ínclito don Isidoro, nuestro querido canónigo archivero, y a no pocos ibicencos que pensaron que el valenciano se pasaba de la raya.
Y es que el hombre, de imaginación enfebrecida y fabuladora, tergiversando hiperbólicamente y a su aire la realidad de nuestras tradiciones, nos puso como chupa de dómine. Es cierto que creaba sólo un cuento –y que los cuentos cuentos son–, pero siempre hubiera podido salvar las formas con una sencilla nota dirigida al lector, cosa que no hizo. Algunos años después, con buen criterio y la perspectiva que dan los años, Fajarnés le quitó hierro al asunto.
Diario de Ibiza, 29 de Abril de 2012
El islote de Es Vedrá, se encuentra situado al suroeste de la isla de Ibiza en España y encierra un gran número de leyendas y testimonios misteriosos. Sus habitantes, los pescadores e investigadores de todo el mundo aseguran haber presenciado en sus alrededores avistamientos y fenómenos paranormales similares a los reportados en las proximidades del Triángulo de las Bermudas.
Desde la playa Cala D’Hort de la isla de Ibiza a 23 kilómetros al oeste de la ciudad del mismo nombre se puede apreciar la belleza del islote Es Vedrá, distante tan sólo unos cientos de metros de la costa. La pequeña isla que alcanza los 385 metros de altura, ofrece desde allí una imagen imponente, que se torna inquietante a medida que se acerca la noche.
Los investigadores del fenómeno OVNI lo identifican como uno de los tres vértices del llamado “Triángulo
del silencio”; los otros dos serían el Peñón de Ifach y la costa suroeste de la isla de Mallorca. El islote de Es Vedrá, a pesar de ser famoso en todo el mundo por su belleza natural y sus aguas
cristalinas, también ha ganado fama por ser el escenario de sucesos realmente insólitos, que son contados por los visitantes y los
pobladores del lugar.
Fenómenos extraños que suceden en Es Vedrá
• Los hombres de mar que realizan sus faenas en sus embarcaciones, dicen que han visto extraños objetos desplazándose debajo del agua.
•Aparecen luces misteriosas que entran y salen del agua, a este fenómeno nadie le puede dar explicación alguna.
•Se ha podido observar grupos de peces que de un momento a otro cambian el rumbo de su recorrido cuando aparecen extraños ruidos que emergen del agua.
•En la zona existe interferencia para los radares de las embarcaciones y aviones.
•Existen documentos históricos de los años 1854 y 1860 narrando la aparición de una dama de luz y seres celestiales.
•En el año 1979, las noticias daban cuenta que un avión comunicó que al sobrevolar Es Vedrà, un objeto volador no identificado, acosó constantemente durante varios minutos a la nave no permitiéndole su navegación, no le quedó otra salida que buscar un aterrizaje de emergencia en al aeropuerto más cercano.
Según algunos de los psíquicos y parapsicólogos que lo han visitado, la enorme mole de piedra representa una fuente extraordinaria de energía similar a la que se le atribuyen a las pirámides de Egipto, al famoso Stonehenge o a los moais de la isla de Pascua.
Autor del Artículo: Cripto 24 mayo 2010